jeudi 12 septembre 2013

EL RETORNO A MÉXICO DEL POETA FERNANDO CHARRY LARA

Por Eduardo Garcia Aguilar
Discípulo de los principales poetas de la española generación del 27, con una obra breve pero clave en latinoamérica, el poeta colombiano Fernando Charry Lara retornó en 1993, a los 73 anos de edad, y 40 años después, a la Ciudad de México, donde compartió con viejos amigos y jóvenes admiradores que lo homenajearon en varios lugares del centro histórico capitalino. Acababa de asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que en esa ocasión estuvo dedicada a Colombia.

Autor de los poemarios « Nocturno y otros sueños » –prologado en 1949 por el Premio Nobel Vicente Aleixandre--, « Los Adioses » (1963), « Pensamientos del amante » (1981) y de una amplia obra crítica sobre poesía latinoamericana en la que se destacan « Lector de poesía » (1975) y « Poesía y poetas colombianos » (1985), Charry Lara encontró intactos ciertos lugares que visitó en 1953 en la entonces llamada por Carlos Fuentes la « región más transparente del aire ». Con su negra boina española, el humor y la lucidez a flor de piel y la elegancia excéntrica de los viejos poetas bogotanos, Charry recorrió kilometros de calles coloniales, respiró hondo en el ex convento de las Jerónimas, donde vivió Sor Juana Inés de la Cruz y visitó la discreta tumba de Hernán Cortés.

En los años 40 Charry tuvo amistad con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) y el colombiano Aurelio Arturo, quienes lo animaron a solidificar una propuesta poética que pasa las décadas intemporal y ligera como las obras clásicas. Cardoza y Aragón, pimer dadaísta latinoamericano y renovador de la poesía continental, le tenía una gran estimación y una vez me dio un ejemplar de su libro « André Breton atisbado en la mesa parlante » para que se lo llevara a Bogotá, encargo que me dio la feliz oportunidad de verlo por primera vez, visitar su oficina en la esquina de la séptima con calle 18 y escuchar su relato del sepelio de José Eustasio Rivera, mientras caminábamos por la séptima, la décima y la trece, en ese centro bogotano que ya no tenía nada que ver con la ciudad parroquial conocida por los poetas mexicanos José Juan Tablada, Carlos Pellicer y Gilberto Owen y las generaciones colombianas de "Los Nuevos" y "Piedra y Cielo".

De él dijo Aleixandre que en su poesía, « que parece arrastrada en el vassto aliento de la noche tentable », están presentes « los temas eternos del hombre » como « el amor, la esperanza, la pena, el deseo y el sueño ». « Blanca taciturna », « El verso llega de la noche », « Nocturna lejanía », « Cuerpo solitario », « Llanura de Tuluá » y « Rivera vuelve a Bogotá » son algunos de los poemas ya clásicos de este escritor que en el céntrico café La Ópera nos habló sobre Herrera y Reissig, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Rosalía de Castro, entre otros poetas, mientras apurábamos con él copas de vino o tequila.

El día anterior había encontrado intacto, como hacía 40 años, el modesto y tradicional restaurante « Casa Rosalía », situado en la Avenida San Juan de Letrán, a donde fuimos con él William Ospina y yo tras una búsqueda minuciosa entre las callejuelas del centro histórico de ese lugar entrañable para él. Ahí nos dijo que lo encontraba igual, incluso con las mismas vajillas e idénticas meseras de cofia y estrafalarios faldones almidonados, que lo atendieron como cuando era un joven poeta colombiano feliz en México.

Después fuimos con él al « Café París », sede en los años 30 y 40 de los « Contemporáneos » y otros discípulos más jóvenes como Octavio Paz, así como lugar de encuentro con Antonin Artaud, Vladimir Maiakovski y Serguei Einseintein durante sus viajes a México. « Por aquí vi a José Vasconcelos salir de una limusina, allí vi caminar a Martín Luis Guzmán y a Alfonso Reyes, pero fue en el café Bellinghausen de la Zona Rosa donde hablé con Luis Cernuda, quien me ofreció su generosa amistad », nos decía Charry Lara mientras caminábamos. Pasaron por sus ojos el colegio de San Ildefonso, que inspiró un nocturno del Nobel Octavio Paz, así como la plaza de Santo Domingo donde hallaron a la Coatlicue, la diosa vestida de serpientes, el Palacio de Iturbide, la Ciudadela donde fue asesinado el presidente Madero, y las celdas de las monjas del claustro de Sor Juana.

Amoroso, enamorado y amigo feliz, Charry Lara fue al lado de Enrique Molina, Alvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Gonzalo Rojas, Emilio Adolfo Westphalen y Octavio Paz, entre otros, una de las voces importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Su reflexión sobre otras poéticas o la obra de su contemporáneos era de gran rigor y en cada uno de sus ensayos desplegó el amplio conocimiento de la poesía de todos los tiempos, sus movimientos y tendencias.

Desde su sede en el Hotel Ritz de la calle Madero, donde vivió el « beatnik » William Bourroughs, Charry Lara se trasladó al "Danubio", un restaurante tradicional donde lo esperaban para homenajearlo viejos y jóvenes amigos mexicanos que sacaron la casa por la ventana y paralizaron el lugar en un diluvio de copas de whiski, tequila, vino y todas las exquisiteces marinas. Durante horas de brindis encabezados por el joven poeta y ensayista Vicente Quirarte, y el viejo amigo de Charry Fausto Vega, una docena de escritores celebramos ahí el retorno del poeta. La mesa estaba llena de percebes, ostras, mejillones, calamares, pulpos y otros productos del mar.

Al terminar la fiesta acompañamos a Charry por las calles coloniales, con la « saudade » de su inminente partida a Bogotá. Reinaba la penumbra de la medianoche bajo los faroles y como el maestro estaba algo subido de copas, llegó al hotel apoyado en brazos de Jorge Bustamante García y William Ospina, pero como si fuera el más joven de todos. Es una imagen inolvidable la que vibra todavía en la Avenida Madero, pues la poesía flotaba en el aire y nos iluminaba la inmensidad de su alegría. La última vez que lo vi fue en 2003 en Yerbabuena, en el Congreso Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo. Un año después, en 2004, murió en Estados Unidos. Había nacido el 14 de septiembre de 1920, o sea que era un perfecto y feliz exponente del etéreo signo zodiacal Virgo.

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Sábado, 25 de agosto de 2007

 

dimanche 8 septembre 2013

EL SUEÑO DE LAS ESCALINATAS, DE JORGE ZALAMEA

        


Por Eduardo García Aguilar

El maestro Jorge Zalamea (1905-1969) es uno de los faros más importantes en la literatura colombiana. Además de sus dos obras más conocidas, El gran burundún burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas. debemos a él la extraordinaria traducción de la poesía de Saint John Perse y una antología secreta para iniciados, publicada bajo el título Poesía ignorada y olvidada. Sin su vibrante presencia en el continente muchas obras que hoy nos deleitan no hubieran existido o fueran diferentes. Su recia personalidad pública, aunada a su inteligencia, cambió el estilo dominante en esa república almidonada y abrió el paso a una nueva pasión literaria. A caballo entre una cierta “retórica” política y una exquisitez de lenguaje, Zalamea escribía en El gran burundú burundá, una de las sátiras más deliciosas a la tradición política continental, acendrada en el caciquismo y el gorilato castrense. Con una diferencia respecto a otras obras que le sucedieron: más que una obra útil políticamente, es sobre todo una obra comprometida con la palabra y su poder ilimitado. Barroca, churrigueresca o como quiera llamársele, El gran burundú burundá fue una biblia de palabras y de efectos para los jóvenes estudiantes colombianos, a quienes los maestros obligaban a leerla para extraer de ella las palabras más exóticas y áureas. Obra escrita desde una tarima de mármol, tiene el tono de los textos que no quieren quedarse aferrados al piso, sino que desean volar por los aires del mundo y de las horas.
   Otra de sus obras, el poema en prosa que lleva por título El sueño de las escalinatas, desarrolla hasta el delirio el gusto por la convocación planetaria. Un profeta llama a los desposeídos del mundo desde unas escalinatas vacías y ve llegar poco a poco a la masa de leprosos y parias, el mundo cojo de los ilotas, el treno vacío de los hambrientos, hasta producir un murmullo de fronda comparable a las exhortaciones nietzscheanas. Publicada en disco, la recia voz de Zalamea es escuchada con frecuencia por los borrachos al final de sus fiestas, cuando no queda otra esperanza que burlarse de un país cuya esencia es la desesperanza y la falta de fe. “Ser colombiano es un acto de fe”, dijo alguna vez Borges. Zalamea, esperanzado en un mundo mejor, partícipe de las mejores causas, fue uno de los últimos exponentes, con Neruda, de esa estirpe de burgueses que luchaban por un mundo en donde no les hubiese gustado vivir.
   En muchos de los textos contemporáneos la voz de Zalamea, como la de León de Greiff -con todas sus cornetas y chirimías- , está muy presente. Cada región, cada país, parece adoptar un tono que subyace tras la mayoría de los textos en él producidos. Hijos de José Asunción Silva y los tules perversos de su modernista novela De sobremesa, hermanos del delirio selvático de José Eustacia Rivera, el de La vorágine, y sus fieras, sobrinos del tono ancestral de Aurelio Arturo y su Morada al sur, así como del descarnado Osorio Lizarazo con sus sórdidas pensiones bogotanas. los escritores colombianos son fieles a esa “retórica” churrigueresca cuya mayor jungla se dio en el mundo macondiano. Caníbales de sus rictos, de sus tramoyas y bambalinas perfumadas, Zalamea y los suyos, si bien usaron la literatura para comunicar algo útil, digno de un calamitoso premio Lenin, no pudieron y no podrán evitar los florilegios y las guirnaldas esparcidas entre las líneas de cualquier parricidio. Asesino de los voiejos gramáticos-presidentes, Zalamea, en El sueño de las escalinatas no olvida que todo allí funciona entre podios, tarimas, púlpitos y curules de cedro. Ni las más sangrientas revoluciones ni los discursos más escépticos o glorificadores podrán ahorrarse la dosis senatorial y doctoral que desde siempre disfrazó la pobreza, el atraso y la falta de tradición con un tinglado de falsos colores. El sueño de las escalintas, como El señor presidente de Asturias, como los ríos socializantes de Neruda y las tórridas experiencias de Carpentier, como El gran Burundun-Burundá ha muerto, hace parte de una época clausurada, pero no por ello menos maravillosa y nutricia.
    Los más grades sabios han vivido en las escalinatas de los templos o de los capitolios. Es allí -como en la película de Einseinstein- donde se fraguan las asonadas y se sofocan las revoluciones. Caen los dignatarios, suben los nuevos caudillos sobre su frío mármol y, en la soledad, ciertos soñadores escriben con la mente a la espera del alba. Nunca es más brillante el sol rojo que sobre las escalinatas de las plazas públicas. No podía, pues, ser en otro ámbito de donde Zalamea extrajera sus serpientes encantadas y sus bibelots verbales para engatuzar a un pueblo imaginario, a una turbe soñada. Desde el ágora añorada por los políticos, que en ese entonces se confundían con políticos y polígrafos, Zalamea saca esta biblia pequeña y mundial para uso de los que tienen esperanza.
   Creadores de masas y revoluciones imaginarias, los escritores latinoamericanos, por tradición, se ven comprometidos tarde o temprano con causas que pronto se difuminan. Las ideas pasan y los hombres quedan. Las ilusiones cambian de tono, pero las obras que incitan se quedan para siempre entre nosotros. He ahí la maravilla, el poder de la palabra, capaz de crear y destruir mundos, de producir zonas cóncavas, selvas tras espejos, bosques artificiales, tapices voladores y cielos e infiernos novedosos. Jorge Zalamea, que vivió en contacto con la obra de Perse y de tantos otros sabios, no es la excepción y su sueño y su Gran Burundún son voces que flotan y nos nutren en este fin de siglo que todavía no se sabe derrotado.

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Jorge Zalamea. El sueño de las escalintas. Editorial Fontamara. Barcelona. 58 pp. La poesía ignorada y olvidada, Premio Casa de las Américas 1965,  Ediciones La Nueva Prensa. Bogotá. Colombia. Octubre de 1965. 318 páginas.
  
                                                                Sábado. Unomásuno. México. 1984
                              


samedi 7 septembre 2013

LAS PERIPECIAS DE UN SÁTIRO HIPERESTÉSICO

Por Eduardo García Aguilar

Uno de los aspectos más olvidados de la generación modernista en Latinoamérica es la prosa. Martí, Montalvo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, Gutiérrez Nájera, Darío y Silva, para sólo mencionar a unos cuantos, escribieron alucinantes páginas, como cuentos y crónicas de viaje, que fueron con razón eclipsados por el delirio poético.
Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco famoso por sus aventuras galantes, dejó miles de cuartillas que hoy languidecen en los viejos anaqueles de las bibliotecas, pero que conforman un fresco de la época. Por primera vez en mucho tiempo, los latinoamericanos se negaban al provincianismo y se perdían en el exilio voluntario, deseosos de conquistar las metrópolis del lujo y el progreso.
Un vacuo nacionalismo criollo que reclamaba el reino de lo “autóctono” miró con malos ojos a estos enfermizos personajes que tuvieron como capital a París y como estilo el dandysmo en boga por aquellos tiempos. En sus crónicas de errancia, Gómez Carrillo, que fue, según dicen, amante de Mata Hari, nos lleva de la mano por Oriente, se nutre de desiertos, viaja a monasterios de Judea, describe islas maravillosas, asiste a la guerra y ve la mortandad sin límites. Muchas de esas páginas tal vez no sean antológicas, pero algunas salen de los empolvados volúmenes como joyas de una época de transición que hoy maravilla. Los modernistas fueron los primeros en quitarse el complejo de un americanismo ingenuo y se sintieron con derecho a comerse el mundo con el pasaporte del talento.
Sus congéneres de Europa también iban en contra de la corriente. Huysmans, por ejemplo, se encerraba en la ficción de sus casas de sueño, a masticar la enfermedad de moda: la hiperestesia. Hartos del progreso y de la técnica, aburridos frente al culto de la razón, los modernistas de Europa se insurgieron en contra del utilitarismo con obras “decadentes, preciosistas, que se negaban a reflejar la realidad o a tomar posiciones científicas” frente a la sociedad, como lo hicieron Jules Vallès y Emile Zola. Nuestros modernistas no fueron, pues, simples repetidores de una moda metropolitana, sino los hermanos de un movimiento mundial en contra del utilitarismo y el positivismo. Rubén Darío, Silva y Martí, miraban con sorna la influencia cada vez mayor del imperio protestante del Norte con su confort y su sport y prefirieron la bohemia de la absenta con su delirium tremens. 
José Asunción Silva (1865-1896), conocido por sus nocturnos y por ser uno de los más brillantes y malogrados representantes de esa generación, tuvo que soportar la pacatería de una ciudad colonial y brumosa, situada en las alturas de la cordillera andina, dedicado a un arte absurdo para entonces: la poesía. Heredero de un negoicio que no sabía manejar, requerido por compromisos sociales y chismografías de convento, el joven no resiste y se suicida a los treinta años, ante la indiferencia de sus contemporáneos. Antes vivió un tiempo en París, a donde viajó enviado por su padre en funciones comerciales. En Venezuela, de regreso a Colombia, naufraga el vapor Amérique, en donde viajaba también Gómez Carrillo. Silva pierde los manuscritos de los  Cuentos negros y “lo mejor de mi obra”.
Poco antes de morir rehace De Sobremesa, novela que reúne todas las características esenciales de su personalidad y su época. El prologuista a la edición de sus obras por la Biblioteca Ayacucho de Caracas, esgrime su lanza contra él, poeta, acusándolo de imitador y ”colonizado”, como si el pobre estuviese condenado a escribir sobre chinchorros, chozas, serpientes, cuchilleros y monjas. Desconociendo el fenómeno subversivo del modernismo y sus efectos en la literatura posterior en castellano, Eduardo Camacho Guizado llega hasta el despropósito de acusar a Silva de mentiroso porque en su novela seduce a más de trece mujeres, aduciendo que éste era muy débil y tímido. El crítico olvidó en su pasión antimodernista, que estaba comentando una novela y no una autobiografía. El Fernández de la novela no es Silva. Todo novelista, por demás, es un mentiroso y nadie puede acusarlo de hacer invenciones.
La novela sucede durante la sobremesa. Fernández, que es un millonario decadente, le cuenta a sus amigos las dudas respecto a su actividad literaria y después de ser requerido comienza a leerles el relato de sus aventuras en Europa. Los primeros capítulos de ese diario están cargados de las lecturas de la época: María Bashkirtseff, Maurice Barrès,  Max Nordau, Nietzsche, Swimburne, Verlaine, etcétera. Los amigos que lo escuchan en el exquisito ambiente de su mansión bogotana, son opacos personajes que admiran al poeta Fernández, pero que no pueden comprender sus angustias y frustraciones. El protagonista de la novela se enreda con una bella mujer, la Orloff, a quien encuentra después en el lecho dedicada al arte de Lesbos con una de sus amigas: “Al hacer saltar la puerta de la alcoba que se deshizo al primer empujón brutal y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudieran desenlazarse, había alzado con un impulso de loco duplicado por la ira el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra”.
Después de la decepción, Fernández huye a Whyl y delira inventando un sistema apto para su país. Es una metáfora del progreso, donde “las monstruosas fábricas nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas las colosales ceibas”. Al sueño político que en De sobremesa adquiere los contornos del ensayo dentro de la novela, el personaje vive sus conquistas amorosas: Nini Rousset, Helena de Scilly Dancourt, Lady Viviann, Fanny Green, etcétera, y prueba el cloroformo, el éter, la morfina y el hachish.
Personaje disimétrico, telúrico, caprichoso, malvado, Fernández es la encarnación del espíritu de una época que iba rumbo a la catástrofe. ¿Mientras los industriales organizaban ferias mundiales y en ciertos cabarets se hablaba de la belle époque, los modernistas, más en la prosa que en la poesía, palpaban el malestar del fin de siglo.
A nivel formal, Silva no se queda atrás y nos ofrece un texto fraccionado, absurdo, que contrasta con las novelas realistas y sus tramas ordenadas con moraleja y broche de oro. En ciertos pasajes uno cree ver ya en José Asunción Silva elementos formales que hicieron novedoso a Cortázar setenta años después.
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Sábado, Unomásuno, México, 1984

mercredi 4 septembre 2013

VARGAS VILA: EL OFICIO DE RABIAR
Por Eduardo García Aguilar
Jose María de la Concepción Apolinar Vargas Bonilla (1860-1933) salió rabiando de su tumba barcelonesa y viajó a la tierra que lo vio nacer para descansar eternamente. Ministro plenipotenciario de dos países distintos al suyo, este enjuto y diminuto personaje de antiparras quevedianas, triste mirada de hipotético célibe, labios estrechos, grandes orejas y escaso cabello, considerado por Anatole France como el Victor Hugo de las Américas, fue incorruptible y terco liberal de prolífica pluma envenenada, iconoclasta y provocador profesional impugnador de la débil y mediocre burguesía colombiana, enemigo declarado del imperialismo yanqui (“estoy solo, casi  solo en mi campaña contra el imperialismo yanqui”) y del teatro, pues decía que Bernard Shaw era un “ejemplo de insanidad”: “Desprecio tanto al teatro que confundo en él al autor y a los auditores”.
El presidente Eloy Alfaro lo nombró representante diplomático de Ecuador en Roma, y Nicaragua, para protegerlo de los gringos, cónsul general en Madrid. De Colombia dijo que “nada tiene que darme y yo nada tengo que pedirle”. En una una de sus últimas entrevistas  expresó que “hace como diez años no leo un periódico del terruño. Es que no me queda tiempo sino para leer cosas grandes”. Admirado por liberales radicales y anticlericales, leído en muchos países de América Latina y en España, el panfletario logró instituir uno de los fenómenos editoriales más impresionantes de la época. Sus obras completas editadas por Sopena le posibilitaron vivir holgadamente de sus derechos de autor y al morir dejó una fortuna de setenta millones de pesetas.
Fue leído y lo es áun en capas populares, admiradas por una prosa que parecía contactarlas con profundos problemas filosóficos, enrevesados tejemanejes eróticos, además del misterio de un malditismo prohibido. Hasta hace unas décadas se decía en las escuelas a los niños que quien lo leyera vería su lengua convertida en sapo. Si bien es meritoria su actitud rebelde contra dictadores e injusticias y necesario reconocer su imagen de iconoclasta en medio de una cultura de agachadores de cerviz, Vargas Vila llevó a ultranza el tradicionalismo retórico, grandilocuente, retorcido y cornetudo que caracteriza a muchos prosistas colombianos (bastaría leer, con todo el perdón de sus admiradores, a Jorge Zalamea, por ejemplo), aplicándolo afortunadamete a fines más desinteresados que sus contemporáneos. 
Construyó así un castillo de palabras seudofilosóficas, manidos conceptos dulzones y rimbombantes; mañosos, caprichosos, rabiosos y ligeros fraseos como “son los epiciclos del Silencio y no los de la Soledad del pensador, los que causan la aflicción de los espíritus, habituados al reflejo misericordioso de esa constelación de su Palabra, iluminado hasta las esferas más ciegas de la más remota contemplación” (Elogio de los pensadores), logrando así deslumbrar a amplias capas de la sociedad, deseosa de leer en su “salsa” conceptos más elaborados por otros pensadores.
Sus ataques contra Dios, las mujeres, su idea de la muerte, la vida, lo eterno, la infinitud o la noche rayan a veces con la ingenuidad y el sentido común (Ars verba). Si en lo que respecta a la literatura sólo tuvo, según Borges, un contacto en una frase afortunada sobre un fatigador de infamias, que el patíbulo no quiso admitir, sobreviría tal vez su obra panfletaria: Los Césares de la decadencia (París, 1907), sobre déspotas colombianos y venezolanos de diversa calaña o Ante los bárbaros (París, 1902), visionario texto sobre el futuro y sanguinario poder americano. “Es necesario abrir los ojos del mundo, sobre esta gran noche profunda, que es la tiranía de América” -decía-.
Al final de sus días el fogoso anciano se encerró en una odiosa melgalomanía y pensaba que cada una de sus frases y opiniones podían y debían conmover al mundo. Se cubrió con los laureles del incorruptible y es sabido de todos que los incorruptibles son hacedores de guillotinas y patíbulos. Vargas Vila, trastornado por la gloria, deseaba incienso, se solazaba en su soledad, en ese desprecio de los otros humanos, porque él se consideraba el profeta, el sabio, el verdadero, el único, el carente de pecado, el perfecto, inasible demiurgo.
 Con Vargas Vila los huevos fríos de la razón terca encontraron su nido y sólo la insensibilidad (“todo amor y toda ambición han muerto en mi corazón”) podía ser la partera de esa neurótica y abstracta defensa de la libertad con mayúsculas. Un hombre que decía que “de todos los animales, el más peligroso para ser dejado en libertad es la mujer. La mujer podrá llegar a ser libertina, no llegará nunca a ser libre. La mujer no debe tener derecho sino a un voto: el del macho con el cual va a propagar la especie”, no puede arrogarse el derecho de la incorruptibilidad.
Leyendo a ese solitario engreído renacen las lengüetas suicidas de la nueva inquisición. Un extraño halo de “intolerancia progresista” exhudan sus textos: soberbia injusta, sus declaraciones. En el cementerio literario colombiano reposan desde un 23 de mayo (fecha de su fallecimiento), los huesos de un profesional de la rabia, las cenizas de un constructor frustrado de guillotinas.
Excélsior, Ciudad de México, 1981

mardi 3 septembre 2013

GERMAN ARCINIEGAS: LA LONGEVIDAD DEL LADINO

Por Eduardo Garcia Aguilar

En su muy larga vida, Germán Arciniegas ha transitado por los países y las literaturas de América Latina como un interlocutor privilegiado. Para presentarlo a nuestros lectores, acudimos a Eduardo García Aguilar, colombiano de México, autor de la novela El viaje triunfal y de Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Álvaro Mutis. (Publicado en La Jornada Semanal. México, el 9 de junio de 1996)
En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en las diversas trincheras de la intelligentsia latinoamericana de la última década del siglo XX, es refrescante celebrar la longevidad de un viejo demócrata, marcado por el ejercicio generoso del diálogo y la polémica. Este patriarca viajero, que tiene la edad del siglo, pertenece a una amplia generación de latinoamericanistas liberales que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía desde la independencia anegado en pobreza, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo bolivariano: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México, Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú, Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la gorda sirena tecnocrática, rellena de hamburguesas McDonald's. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Vila y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes bestsellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tiene del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada. Pero aquellos entusiastas años veinte y treinta de entreguerras parecen ahora más lejanos aún que los de la Independencia, pues los cambios sucesivos en la región y el mundo a lo largo del siglo confinaron el ingenuo ideario latinoamericanista o ladinoamericanista, como diría Arciniegas, a un extraño limbo, o cuarentena, que exige revisiones dramáticas por parte de quienes ensayamos y pensamos en este momento.
Ya Bolívar, en sus últimas cartas, entre la amargura del desprecio, expresó con lucidez escalofriante sus dudas sobre la posibilidad de redención del continente, convirtiéndose así en el primer decepcionado y único visionario apocalíptico. Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción, porque para el mundo actual no hay hombre más bobo que uno íntegro. Después de muchas décadas de aventura romántica, signada por la angustia de vivir entre la civilización y la barbarie, hombres como éstos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. Eran la contraparte absoluta del poeta maldito francés baudeleriano, imagen tuberculosa que por esas fechas languidecía en las cantinas a lo largo y ancho del continente, y del cacique ignaro que esgrimía su látigo en las plantaciones de banano o henequén. Jóvenes de bombín y cabello engominado, devoraban lo que venía del otro lado del mar sin caer postrados, como sus antecesores modernistas, en ciegas admiraciones de heliotropo, y trataban de poblar las aulas, cada vez más abiertas y modernas, con la búsqueda de una "identidad latinoamericana" que a veces condujo y aún conduce a tristes debates "bizantinos". La mayoría, como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas Memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano­, terminaría vencida, en el exilio, apedreada, pateada, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo.

Fue una derrota para ellos, pero por el lado de la creación los mismos años de caos se encargaron de unir el continente a través del delirio de la palabra narrativa, primero con la gran novela telúrica de los campos y las selvas, desde Rómulo Gallegos y Miguel Ángel Asturias hasta Arguedas y Guimaraes Rosa, más tarde con el barroco maravilloso de Alejo Carpentier, Lezama Lima y Severo Sarduy, y al final con el fresco de la pléyade del boom, con autores tan claves como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Juan Rulfo, entre otros. La palabra, que siempre se anticipa a los gobiernos, hizo estallar las fronteras sin necesidad de ejércitos a través de la poesía, la más agresiva trituradora de tradiciones y viejos sentidos. Neruda, Huidobro y Pablo de Rokha, César Vallejo, César Moro, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Enrique Molina, Álvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Octavio Paz y Gonzalo Rojas, entre otros, se encargaron de dinamitar esas paredes y dejaron a los políticos con sus discursos ajados.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes. Con él, los adolescentes descubrieron las maravillas de El Dorado, siguieron las gestas de Tupac Amaru y Los Comuneros, conocieron a fray Servando Teresa de Mier, a Bolívar, Flora Tristán y José Martí, y siguieron las proezas de película de los bucaneros del Caribe. Los más mórbidos supieron de la chiflada Gabriela Mistral en su delirio errante, o del maldito Porfirio Barba Jacob, cuyos huesos desenterró en México hace 50 años y llevó a Colombia en un avión, acompañado por Carlos Pellicer y León de Greiff.
Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de discretos intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión liberal. Tanto la religión marxista leninista como el neoconservadurismo nutrido de falange española y nazismo mandaron a estos hombres a un desván de sospecha: eran demasiado burgueses para los comunistas, y algo comunistoides y diabólicos para los conservadores. Tras la Revolución cubana y la gran histeria latinoamericanista subsiguiente, su discurso recibió el tiro de gracia, dejó de tener el arrastre de antes y los lectores se volcaron, según el gusto, ya sea en brazos del "realismo mágico" o de los catecismos de la guerra fría. Arciniegas, y otros intelectuales pasados de moda, vivieron décadas de ostracismo hasta que ahora, por fin, las nuevas generaciones de ensayistas tratan de restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Esos liberales de entonces, como Sanín Cano, Reyes, Henríquez Ureña, Picón Salas, Sánchez o Uslar Pietri, se verían incómodos en esta lucha fratricida de fin de siglo entre la intelligentsia del libre mercado pro neoliberal, nostálgica de la guerra fría, y los "idiotas" que no están de acuerdo con ellos, tal y como los define un reciente libro titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano (1) , cuya contraparte, también absurda, bien podría titularse Manual del perfecto hideputa latinoamericano. ¿No es preferible entonces el discurrir de ese liberal generoso, poco dado a las descalificaciones y a veces pleno de humor y alegría, al discurso encendido, maniqueo, egoísta, lleno de odios y anatemas de quienes mandan al ostracismo a los que no piensan como ellos?
Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en los laureles de la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos. Así lo reconoció el joven Gabriel García Márquez en su columna del Heraldo de Barranquilla, en 1952, al decir que sólo un escritor como él, "que lo acostumbra a uno a tratar con familiaridad a los personajes más inaccesibles y remotos, podía ponernos en camino de hacer las paces con los viejos intrépidos bandoleros del mar". Es obvio que en la actualidad se cuenta en la región con una disciplina histórica y crítica más rigurosa, y que los episodios de nuestro santoral patriótico, literario y político, se revisan con mayor lucidez y exactitud, pero también es cierto que este viejo patriarca cometió un pecado maravilloso que bien puede perdonársele: lo devoró la ficción y la imaginación desbordada, tal vez el deseo secreto de unas novelas que no pudo escribir.
Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas intelectuales, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo. El discurso de Arciniegas en todo momento estuvo marcado por la búsqueda de la democracia y la tolerancia, una "defensa constante de los valores democráticos, una prédica que puede resultar monótona si la miramos en la larga duración de sus 70 años de escritor público", según nos dice Juan Gustavo Cobo Borda en el prólogo de la reciente recopilación de sus principales páginas bajo el título de América Ladina (FCE, México, 1993). En sus mejores libros, América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Entre la libertad y el miedo (1952), Amérigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de los siete colores (1965) y América Mágica (1959), Arciniegas reivindica el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. Y aunque la realidad lo contradice a veces, exalta la vocación democrática de la región frente a los horrores coloniales del Viejo Mundo, y protesta a los 90 años de edad ante el gobierno colombiano porque éste aceptó que la celebración de los 500 años se hiciera con un emblema adornado por la Corona española. Sus textos son un homenaje a los hombres humildes, a los labriegos, a las mujeres que abrieron con sudor los nuevos surcos, y una diatriba permanente contra los poderosos y los tiranos, llámense Juan Vicente Gómez o Fidel Castro.
No deja por supuesto de ser difícil una lectura en este fin de siglo de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor de Arciniegas es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con esa alegre irreverencia que aún hoy no cesa, la alegría del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
Al lado del venezolano Uslar Pietri y otros muchos moderados, Arciniegas nos incita a pensar y a escribir sobre los rumbos de este ámbito hispanoamericano, a escrutar sus mitos y mentiras, sus fanfarronadas y cursilerías, sus tragedias y hazañas, porque sólo así se pueden conjurar los fantasmas del silencio y la intolerancia. Su preocupación por las injusticias de los viejos y los nuevos tiranos nos indica además que, por desgracia, la historia no concluye y se avecina para el continente un siglo aún más oscuro que éste. Los héroes y ejércitos rebeldes de hace siglos, que parecían caducos y que en sus obras figuraban como muñecos de guiñol o soldados de plomo, vuelven a surgir de las ruinas de una modernidad cuyos tiranos no tienen ya charreteras sino corbatas y en vez de carrozas, autos blindados.
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(1) Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano, Plaza & Janés, México, 1996.







LA CASA SILVA SIN LUZ NI "CANELAZO"

Por Eduardo García Aguilar

Este jueves por la noche, en pleno noviembre, la Casa de Poesía Silva se quedó sin luz y volvimos a los viejos tiempos en que la muy española Santa Fe de Bogotá era una aldea perdida en los Andes, helada y casi endogámica, que permanecía ajena a los acontecimientos del mundo, aunque desde ahí se gobernaba a todo el país con lentitud de paquidermo. 

El homenaje al poeta piedracielista Arturo Camacho Ramírez reunió a ancianísimas personas de la llamada alta sociedad bogotana, aún sobrevivientes de esos viejos tiempos en que Bogotá, en pleno siglo XX, seguía siendo una aldea de "cachacos" que miraban desde arriba a los habitantes de las lejanas provincias y a los "patojos" de alpargatas y ruana que se aferraban a las faldas de lo que hoy llamamos la Vieja Candelaria. 

Por fortuna la vieja Santa Fe de Bogotá de los tiempos del poeta José Asunción Silva, Miguel Antonio Caro y los hermanos Cuervo está aún viva y se ha conservado en el tiempo, por lo que uno celebra que todavía esté en pie la Casa de Poesía Silva con esas fotos amarillentas en las paredes que dan un aire de familia a la historia de la poesía colombiana, una poesía siempre tímida, autárquica, retórica, ajena a las corrientes del mundo, a los aires de la modernidad y a la liberación mundial de la palabra, lejos de los acartonamientos, el almidón y la polilla. 

Cuando uno camina por esos corredores fríos y ve las baldosas que fabricaba el malogrado poeta imitador de los simbolistas franceses y mira las fotos de los piedracielistas que medio siglo después de él reinaron en Colombia, encabezados por su líder Jorge Rojas, o las estampas del tímido Aurelio Arturo, un pastuso que milagrosamente se coló en el parnaso bogotano, o las de Gonzalo Arango, el rebelde nadaísta antioqueño o las del loco cartagenero Raúl Gomez Jattin, uno se prepara para ser tolerante respecto a ese mundo que sólo en Colombia sobrevive: el amor por la poesía engolada, la paciencia para oír los largos discursos o recitales poéticos, como en Medellín, donde miles de personas bajo la lluvia acuden tal vez con hambre a aplaudir a los bardos del mundo. 
Ahora que toda Colombia está bajo las aguas y no cesa de llover en el territorio cubierto por capas sucesivas de frías nubes negras, incluso en lugares tradicionalmente calientes como las costas o las cuencas de los ríos, sentimos de repente que la vida ha cambiado poco y que escondida en la indiferencia está la pobreza nacional medrando en todas partes. Y que finalmente Colombia es una aldea. 
Desde la Santa Fe Gramática unas cuantas familias blancas aristocráticas, aliadas con curas y militares mandaban el país, indiferentes a las lejanas provincias, pero entusiasmadas por la poesía y el latín. 

Al ver a tantos señores bogotanos encabezados por el ex presidente Ernesto Samper y el patriarca Álvaro Castaño, fundador milagroso de la HJCK y, de repente en el público, juntos, al increíble Otto Morales Benítez y al ex candidato presidencial del Polo Democrático Carlos Gaviria, uno se identifica con todo ese mundo que nos parecía ido o sólo refugiado en las librerías de viejo. 

Son tales los horrores que ha vivido el país recientemente a manos de los emergentes y es tal la intolerancia de los cavernarios en Colombia de los tiempos Laureano y Urdaneta, que los liberales presentes en el homenaje a Arturo Camacho Ramírez nos parecieron algo tiernos en un mundo donde la poesía ha sido desterrada definitivamente por el dinero rápido, el arribismo, la implacable ley de la muerte, o por la competencia encarnizada entre los best-sellers nacionales de nuestra época. 

Y curiosamente no había luz en la casona, por lo que todos los preparativos de don Álvaro Castaño se fueron al traste y Pedro Alejo Gómez, el hijo del escritor Pedro Gómez Valderrama, se veía a gatas para alumbrar las hojas que leían los concelebrantes mientras titilaban las lámparas colgadas, mecidas por un viento de hielo. 

Los corredores estaban llenos de velas en los materos y todos caminábamos como fantasmas cargando cada uno su vela, cruzándonos con los espectros de Silva, Rafael Pombo y Miguel Antonio Caro. De repente apareció Tachia Quintana, la ya entronizada novia española de juventud de nuestro Gabriel García Márquez, una mujer que a su edad tiene una energía desbordante y no se quería perder un solo minuto del homenaje. 

Y mientras la gente reía por los incesantes chistes y ocurrencias del ex presidente Samper, veíamos a una bella señora elegantísima en silla de ruedas que tomaba fotos del panel con su Blackberry, y a su lado sus hijos, nietos, bisnietos y demás descendientes de Camacho Ramírez. 

Y todo quedó en familia: Don Álvaro Castaño nos cuenta que el poeta era su cuñado y que él ingresó a la cultura porque su padre el general Castaño le encargó cuidar a los novios cuando tenía 16 años y así pudo ser testigo de las visitas de Pablo Neruda a Bogotá en los años 40 y de la bohemia bogotana en tiempos del piedracielismo, cuando todo Bogotá se acababa en Chapinero, el joven Álvaro Mutis jugaba billar y muchos vivían en las viejas casonas del centro o en los nuevos edificios art-deco del progreso, antes de que mataran a Jorge Eliécer Gaitán. 

Y al concluir la velada literaria, en la penumbra, solo sobresalía la carcajada de Otto Morales Benitez al salir por la puerta hacia una Bogotá del pasado, y el "quedó bonito el acto, ala", de Ernesto Samper, quien conoció a Camacho y a los Camacho desde niño. Todos, pues, al fin nos convertimos, ala, en bogotanos. "Ala, la poesía sigue viva en Bogotá", dijo un asistente. Solo nos faltó el super rolo Crótatas Mochuelo y el famoso "canelazo" que ya no dan en la Casa Silva, porque ya no hay plata a fines del modernísimo año 2010. 


BARRANQUILLA Y PARÍS EN JULIO OLACIREGUI


Por Eduardo García Aguilar

Ahí estaba esa noche de invierno de 1978 junto a la sagrada fuente de Saint Michel, alto, cubierto por una amplia cazadora y la bolsa arhuaca y en su mano el grueso guante de cuero café que me trajo desde Toulouse, donde lo perdi y Jacques Gilard lo encontró. Así conocí a Julio Olaciregui Ospina, nacido en Barranquilla en 1952, novelista, poeta, dramaturgo, bailador de congo, amante de máscaras y cocodrilos, dibujante, filmador escondido, erotómano y lector apasionado de Samuel Beckett, Roland Barthes, Julio Cortázar, Wole Soyinka, Toni Morrison y André Gide, entre otros muchos.

Nos saludamos junto a esa fuente donde el ángel derrota a la serpiente alada con su lanza medieval, ante la mirada de los leones que manan agua turbulenta por su bocas aguerridas. Una placa celebra allí a los franceses y extranjeros que lucharon y murieron por la Liberación de París, entonces invadida por los nazis, a toda esa gente que recobró la esperanza leyendo los inolvidables poemas llenos de aire y amor de Paul Eluard, el autor de Capital del Dolor, un clásico de la posguerra. La primera vez que lo vi Julio estaba ahí y miraba desde las alturas de su estatura africana con mirada de águila, mientras una sílfide alemana nos seguía sigilosamente hacia la rue de Canettes a tomar un vino en el legendario Chez George.

Michel Foucault había dado su curso aquella mañana en el Colegio de Francia y Paul Leauteaud había tosido tres veces rumbo abajo por la rue du Bac, como quien se despeña por los caminos inciertos de la prosa. Todo era tan reciente entonces que de las atarjeas lluviosas caían huevos prehistóricos enormes y alargados como conciertos de jazz de Chet Baker.

Julio Cortázar seguía creciendo día a día, cada vez más joven en el bistró de la esquina de la rue Jacob, así como lo vi en Toulouse, sentado junto a la novelista colombiana Alba Lucía Angel, que vestía jeans, tocaba guitarra y cantaba canciones de protesta. Cortázar tenía la cara surcada de arrugas profundas, pero desde lejos parecía un muchacho alto y enamorado como ahora parecía su tocayo Olaciregui mientras cruzaba la place Saint Sulpice hablándome de que Santiago Mutis Durán le iba a publicar en Colcutura su primer libro, Vestido de Bestia.

¿Vestido de Bestia ? Un libro de historias parisinas donde siempre aparece el personaje africano Café Café con sus escobas en la mañana húmeda de la rue Rambuteau, junto al recién inaugurado Centro Pompidou. Así comenzaba el camino editorial de Olaciregui, quien ya desde antes había trabajado en El Heraldo de Barranquilla y de allí se trasladó a Bogotá como reportero de terreno de El Espectador al lado del infatigable Antonio Morales, husmeando en los juzgados, la morgue y en el sacrosanto Congreso colombiano. Desde ese encuentro Julio ha seguido ejerciendo la literatura como es de verdad: una forma de vivir y respirar. Porque la literatura y las artes en general son para él una forma de vida, una manera de ser amigo, padre, hijo, hermano, tio, escritor, actor, criatura viviente en el planeta tierra, que es « azul como una naranja ». Y más allá, esa literatura que vive, ejerce y medica como brujo y chamán, es para él una forma de explorar, abrir caminos distintos, rebelarse, experimentar, molestar, reir, danzar, jugar con la máscara, seducir y derretir estatuas.

De su imaginación han salido hasta ahora los libros Vestido de Bestia (1978), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la reciente obra río Dionea (2007), donde siempre están presentes las calles de Paris y de Barranquilla, sus dos ciudades Mamá Grande imbricadas en un carnaval literario. Y eso sin contar la vasta obra inédita que está saliendo poco a poco En la línea de Raymond Roussel, Antonin Artaud, Georges Bataille, Roland Topor, Samuel Beckett y Julio Cortázar, en la via de los surrealistas y los exploradores de los sentidos ocultos, Olaciregui ha escrito una de las obras más interesantes y excéntricas de la literatura latinoamericana de su generación, al lado de autores contemporáneos tan notables como el argentino César Aira, el colombiano Roberto Burgos Cantor y el chileno Roberto Bolaño, una literatura que va más allá de los estrechísimos límites de las literaturas parroquiales con bandera, himnos, narco-sicarias revertianas, pistolas y funcionarios de corbatas de funeraria.

Todo comenzó en Barranquilla, la ciudad moderna de la Costa Atlántica situada junto a la desembocadura del río Magdalena, donde nació y creció al calor del Carnaval y la explosión artística de un grupo de maestros mayores compuesto Alvaro Cepeda Samudio, Alejando Obregón, Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Alfonso Fuenmayor, Rafael Escalona y Germán Vargas, entre otros. La misma Barranquilla del boxeador Kid Pambelé y del cartagenero Joe Arroyo, compañero de generación y delirio, la urbe tropical de los famosos carnavales que él lleva siempre adentro con sus máscaras y su alegre deseo de tomarle el pelo al destino y « mamarle gallo » a la solemnidad y a la propia literatura que los otros convierten en estatua de cartón piedra.

Allí en Barranquilla, trabajando en el periódico y charlando con los novelistas Alberto Duque López, Ramón Illán Bacca y Ramón Molinares Sarmiento, y el filósofo Numas Armando Gil, Olaciregui realizó sus primeras batallas básicas, antes de partir al « extranjero », a Medellín, la capital de la muy católica y puritana Antioquia, a donde todos iban entonces a hacer la Universidad y en donde conoció al novelista y periodista Juan José Hoyos, otro de su cómplices de formación.

Al final París lo conquistaría y sacaría de su patria inicial hace ya tres décadas, para introducirlo a los campos magnéticos de sus calles y a los salones de clase de la Facultad de Letras de la Sorbona Nueva. A la ciudad luz es fiel como un voyerista de imágenes, ideas y sensaciones que marcan poco a poco sus libros, hermanados en el surrealismo y el infrarrealismo con Najda de André Breton y Watt de Samuel Becket, ese otro « extranjero » de París que nutre su pulsión creativa. Porque en Julio Olaciregui todo es posible y en especial la hermandad gemela entre el puerto colombiano sobre el Magdalena y el puerto francés junto al Sena.

DE LAUTRÉAMONT A CABALLERO CALDERÓN

Por Eduardo García Aguilar
Siempre son irritantes las novelas latinoamericanas, fallidas por lo regular, que tienen como escenario París, pues tienen por lo regular la forma de diarios de un escritor o pintor pobre, exiliado y ávido de gloria, perdido en las redes de la ciudad con el triste estatuto de forastero.
      Sería interminable hacer el catálogo de los libros escritos por jóvenes o viejos que alguna vez vivieron y sufrieron en la Ciudad Luz y que en el instante o mucho después tratan de recuperar la urbe, convertida en el escenario de sus obras con su calles, avenidas, cafés, hoteluchos sarnosos, restaurantes universitarios y cruciales buhardillas inhóspitas y llenas de humo donde los hijos de la bohemia pasan largos días de invierno aquejados de gripe, tuberculosis, sífilis, desnutrición o por la resaca de las múltiples ebriedades.
      Han caído en mis manos muchos de esos libros escritos por hispanoamericanos de todas las nacionalidades, el principal de los cuales es Rayuela, la novela de Julio Cortázar que cumple ya 50 años de publicada y se ha convertido en un clásico del género, lo que que la convierte en la menos irritante de todas, aunque también tiene sus detractores.
      Lo increíble de esas historias escritas en los últimos 150 años en forma de diario, cuadernos o epistolarios, es que la ciudad casi no ha cambiado desde los tiempos de la gran transformación practicada por el Barón Haussman en el gobierno del Emperador Luis Napoleón Bonaparte, lo que las hace muy familiares para un lector del siglo XXI.
      Entre los escenarios estará el bulevard Saint Michel y el barrio latino estudiantil de la Sorbona, el Odeón y el bulevard Saint Germain, o las riberas del Sena donde se suicidó Nerval y cerca de las cuales transcurrieron las vidas beodas de Charles Baudelaire, Paul Verlaine y los últimos años del derrumbado Oscar Wilde. También figurarán el Montparnasse y el Montmartre de Picasso y Modigliani y la Ópera y Campos Elíseos, entre otros muchos rincones consabidos.
      En esos escenarios, que son como telones de fondo de teatro de variedades, siempre figura el joven intelectual o escritor romántico y bohemio que sufre por crear una obra lejos de su patria, casi siempre señorito en desgracia o clasemediero que tarda en recibir el giro de la familia o la beca y debe recurrir a la ayuda del consulado de su país y mientras tanto deambula en antros donde se encuentra con exiliados de otras nacionalidades que viven las mismas peripecias y comparten las mismas amantes bohemias, fumadoras y tristes.
      Personajes fracasados que usan el pretexto de los estudios para vegetar en la ciudad o envejecer en una juventud ficticia que les parece eterna, los de las novelas latinoamericanas sobre París, peruanas, colombianas, guatemaltecas, uruguayas o chilenas, son deprimentes.
      Los modernistas latinoamericanos fueron especialistas en el tema y todos sin falta escribieron historias de bohemios algo patológicos, cuyo precursor principal fue el uruguayo Conde de Latréamont, inicialmente llamado Isidore Ducasse, autor de los Cantos de Maldoror.
Lautréamont no fue solo uno de los precursores de esas novelas parisinas de bohemia, equivalentes a las de Murger y Jules Vallès, sino insuperable ejemplo de una horrorífica temática asesina, donde el perverso personaje de su obra, rescatada después por los surrealistas, se dedica a imaginar y cometer los más atroces crímenes, las más innombrables desviaciones que hoy todavía nos aterran.
      Rubén Darío, José Asunción Silva, Enrique Gómez Carrillo, José Juan Tabalada y otros modernistas vinieron a París y así como ellos sucesivamente cada generación, la de Miguel Angel Asturias y Alfonso Reyes o la de Cortázar y Julio Ramón Ribeyro,  dio su cuota de aventurerosfracasados y de novelas depresivas y de tumbas solitarias en los cementerios Pere Lachaise y Montparnasse.
      De ellos el colombiano José Asunción Silva, escribió De Sobremesa, una obra típica del género donde el personaje consume drogas, vive el París parnasiano y simbolista, asiste a las escenas sáficas de su amante y regresa después a su país a recordar los años vividos en la que en aquel entonces fue la capital del mundo y hoy es un museo asfixiante.
      El también colombiano Eduardo Caballero Calderón, que era el más famoso novelista colombiano antes de que apareciera Gabriel García Márquez y arrasara con todo, ganó en 1965 el Premio Nadal con El buen salvaje, novela irritante y fallida que sin embargo se lee con ternura y dolor porque reúne todas las taras del género. Pero allí donde Julio Cortázar vuela en una concreción poética que es obra de su gran cultura y talento, Caballero Calderón se hunde como el Titánic al mostrar sinceramente las costuras de su terrible fracaso como en una expiación o inmolación de bonzo tibetano.
      El arcaico costumbrista colombiano, cuatro años mayor que Cortázar, quiere ser moderno y no puede. Harto de todo, en crisis sin duda, ávido de gloria y consciente de su fracaso, depresivo, el alter ego del novelista quiere experimentar y escribir la novela dentro de la novela, y hacer de la búsqueda inútil de su escritor la temática caótica de su obra en los escenarios del mismo París de siempre.
      Mitómano, mediocre, incumplido, ruin, el personaje que habla logra sin embargo mostrarnos el horror del París bohemio de los latinoamericanos y españoles en los años 50 y 60, donde fenecieron tantas ilusiones artísticas.
      Puesto que vivo en la misma ciudad y he escrito sobre ella en Bulevar de los héroes, tenía que leer esta novela de un Caballero Calderón que nos asusta y nos deja un sabor amargo sobre el terrible ejercicio de escribir novelas sobre París y fracasar en el intento, como fracasaron Lautréamont y todos los miles de autores que como chapolas negras mueren calcinados por la vela nocturna que alumbró al gran Baudelaire y su spleen de París.

CUATRO AÑOS A BORDO DE MI MISMO DE EDUARDO ZALAMEA BORDA


Por Eduardo Garcia Aguilar


Dice Borges: ser colombiano es un acto de fe. Podría agregarse: somos colombianos porque nuestro pasaporte nos lo ha revelado. Sólo el exilio voluntario, el éxodo económico, la aventura política o el desarraigo profesional delimitan a una nacionalidad en cuyo interior se debaten muchas otras.


Cada colombiano es una patria y se realiza cuando se ha ido al extranjero, pues en el exilio se descubre. Dentro de su país simplemente no existe. Esto puede inferirse de una lectura atenta de las novelas colombianas: Efraín, el de María, es un forastero; Fernández, el De sobremesa (novela de José Asunción Silva), es un extranjero profesional e impúdico; los burócratas de Osorio Lizarazo son extranjeros en Bogotá; Coba, el de La Vorágine, huye al interior de su patria, y así sucesivamente los grandes héroes de la novelística colombiana son desarraigados. Todos los héroes huyen, se van. Cien años de soledad es la historia de un país dentro de otro páis ajeno. Macondo es la fundación de una patria extrañada.


Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda (1907-1963)*, uno de los más inquietos promotores de la literatura premacondiana, además de gran cronista, es la bitácora de un viajero que va en la propia nave del desarraigo. Un bogotano, un cachaco, que se aventura al exótico país de la costa. Un joven de 17 años deja todo lo suyo en 1923, en épocas de don Pedro Nel Ospina, bajo cuyo gobierno ocurrió la matanza de muchos colombianos y se va a pagar el pecado de ser blanco. Lo vemos viajar por el río Magdalena, para llegar a Barranquilla y después a Cartagena y la Guajira, fascinado por los muslos de las negras y las tetas de las putas, en los bares a donde lo lleva un dipsómano holandés. Para el bogotano es imperioso renegar de la piel blanca e ir a la caza de las negras que ve como en sueño, en la noche febril de las hamacas, espantando mosquitos, limpiándose el sudor y bebiendo a pico de botella el licor necesario para vencer el insomnio.


Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934, cuando el autor tenía veintiséis años, es la lucha desesperada de ese joven por descubrir su cuerpo. Es además la novela de quien está dispuesto a deshacerse de los alejandrinos de Guillermo Valencia. los discursos de Pedro Nel Ospina y las tísicas tertulias de La gruta simbólica bogotana. La obra de un muchcho andino dispuesto a descubrir la tierra exótica del Caribe, en una época en que la fría Bogotá ejercía su más despiadada dictadura. Y tras el drama de tal búsqueda se descubre que pese a todo no podrá ser más que un rolo, un cachaco que en la costa vive la efímera aventura de su juventud. Tanto aquéllos como éstos sabían que estaban condenados a ser forasteros.


La Vorágine fue la huida hacia la selva. El hombre bajo la tierra, del también gran novelista urbano Osorio Lizarazo, ignorado en latinoamérica, es la historia de un manizalita que huye hacia las minas antioqueñas en busca de vida. Cuatro años a bordo de mí mismo es La vorágine de la costa. El joven personaje se despide del capitán en un pueblecito llamado “El pájaro” y se queda para acompañar a un cartagenero blanco que ha sido herido por los hermanos de la india con la que se acostaba. Hay mucho de artificial en el relato de este muchachito raquítico que convive con indias, mestizos y negros en las estepas de la Guajira y que sortea con éxito las intrigas de contrabandistas y asesinos. Pero a través de esa historia coloca a los colombianos de distintas regiones, opuestos por su temperamento, a convivir alejados en la esquina más extraña del país, y así exprime de ellos todas las pasiones para crear una metáfora que hoy todavía está viva. El personaje vive cuatro años en la Guajira y al final nos cuenta que todo su esfuerzo ha sido vano y que de nuevo regresa a las alturas andinas, después de convivir con muchos cuerpos de negras e indias apasionadas como Enriqueta. Sólo a través de la ficción conquista el poco de luz que hacía falta.


Treinta y tres años antes de Cien años de soledad, un bogotano trata de recuperar la tierra caliente sin recurrir a lo pintoresco. Muchas novelas de aventura de selva y de llano se habían escrito hasta entonces (1934), pero Zalamea Borda, al desnudarse en el texto, nos da una visión más íntegra, otorgándo al paisaje una perspectiva interior, inédita hasta entonces. Hay en la prosa del autor bogotano un viento que remueve las palabras y las pone a viajar desesperadas en un remolino de visiones. No hay un plan, un objetivo, una moral, a través de los cuales el novelista quiera mostrarnos un problema social o sus remedios posibles. Osorio Lizarazo era un biólogo de la novela; como un científico nos mostraba una situación social en forma descarnada y gritaba en contra de la injusticia haciendo sufrir y llorar al lector, convertido en monja de la caridad. En cambio Zalamea nos habla de la muerte y del amor sin recurrir a tesis o lamentos. Así son las cosas, nos dice, y lo que hace es abrir su alma a quienes queran acompañarlo por las regiones del olvido.


Ciertos lugares comunes podrían tentarnos a tratar de hacer una clasificación, una taxonomía de esta obra. Es absurdo decir, como suele decirse siempre, que abre un nuevo camino para la literatura del continente, siendo la primera obra “universal”. Tomás Carrasquilla se encerró en su mundo antioqueño y es tan “universal” como otros que se lo propusieron. La María de Isaacs hizo llorar a nuestras bisabuelas, pero hay algo allí imperecedero que aún nos alumbra. Osorio Lizarazo era un cirujano de la urbe bogotana y hasta mejor que el promocionado Roberto Arlt, según nos dice Ernesto Volkening, y cual cirujano es tan “universal” como un curandero.


Cuatro años a bordo de mí mismo no es precursora de nada, ni abre caminos ni precede a la obra de Garcia Márquez, a quien descubrió como cuentista en el suplemento literario de El Espectador, a finales de la década de los cuarenta. El hecho de que Zalamea haya escrito esta novela a los veinticinco años no agrega ni quita nada a su testimonio y no desmerece por las posturas que se observan durante su lectura. Por ejemplo, las mujeres aquí son todavía lejanas, de music-hall, como las de Vargas Vila, que murió, según dicen, célibe, después de redactar treinta novelas sobre el acto sexual. Esta es impúber. pero pese a todo está más cercana a nosotros que otras nuevas de autores jóvenes en donde se nos quiere creer que el coito es un fenómeno contemporáneo. Zalamea nos escribe una larga excitacion sexual de trescientas páginas y llega hasta decir cosas como ésta: “nunca la estadística se ha ocupado de saber qué cantidad inútil de semen se vierte diariamente en el mundo bentro de las rojas vaginas estériles y devoradoras”.


Veinte años antes de que se fundara Mito (la revista de Jorge Gaitán Durán), Zalamea escribió esta obra anticipada y después calló (y cayó) en el periodismo. Su caso, como el de muchos otros talentos que no huyeron de las guerras terribles de Colombia, es típico, pues triturado por el bonete. el librillo y el cuajar de la Atenas Suramericana, murió en 1963, añorando a esta costa extraña y lejana que para los andinos sólo será una obsesión de tierra fría.


Publicado en Sábado. Unomásuno. Ciudad de México. 1984